La carretera que yo revisito no es la Highway-61 de Bob Dylan sino la Nacional Sexta Madrid-A Coruña. Desde que vine a vivir a la capital la he recorrido cientos de veces en viajes de ida y vuelta de Madrid a Astorga, a veces un poco más allá hasta Galicia. Ella ha ido cambiando y cada vez es menos el largo y serpenteante camino que me llevaba a casa y más un chorro de ciegos electrones circulando sobre un alquitrán superconductor al que a veces se le colapsan los niveles de energía. Pero todavía quedan cosas muy curiosas a los lados del camino.
El paisaje que se ve en Valladolid, Zamora y hasta llegar a la mitad de la provincia de León, es una enorme y seca llanura que hace mucho tiempo fue un fondo marino. Grandes rectas se suceden una detrás de otra. Durante el día los clubs de alterne, apagados sus neones, pasan desapercibidos. Solo reclaman tu atención los carteles de las intachables estaciones de distribución de combustible y áreas de servicio.
En campo abierto no se ve una figura humana desde tus pies hasta el horizonte. Por las tardes, en la época en que los cereales todavía necesitan su traguito de agua, nubes de agua pulverizada surgen de los enormes compases que se usan para el riego por aspersión. Al final del verano máquinas agrícolas que parece que no dirige nadie avanzan perezosamente por los sembrados como elefantes solitarios. Por un lado se va el grano, por otro, apilables cilindros de metro y medio de diámetro hechos de paja prensada son abandonados en los campos a la espera de ser recogidos por camiones grúa. Después de la cosecha pasa uno de los pocos vestigios que sobreviven del pasado. Los pastores, con sus cuadrillas de pacientes mastines y revoltosos perros guía cruzan la llanura con sus rebaños de ovejas y aprovechan el último trocito de paja que queda en los surcos. Al campo se le ve el cartón y está una vez más listo para ser arado. Más adelante se abre la veda y una congregación de perros perdigueros y cazadores achispados vestidos de verde surgen de los coches y remolques y patean durante unas horas por los rastrojos para acabar con los restos de vida que han escapado a las guillotinas de las cosechadoras. A la orilla de la autovia están los imponentes silos que almacenan el grano, a lo lejos se ven los pueblos con sus campanarios y nidos de cigüeña.
Cerca de Benavente, un mega-desgüace de maquinaria agrícola y de construcción justo al borde de la autovía se extiende a lo largo de una superficie rectangular de alrededor de un kilómetro de lado. Está elevado con respecto a la calzada. Desde la carretera sólo se ve una larga fila de excavadoras, unas más oxidadas que otras, que perfectamente alineadas, contemplan inmóviles el veloz paso de los vehículos de aire acondicionado, los autobuses y los trailers.
El resto del desgüace está perfectamente ordenado, como si fuera un ejército preparado para entrar en guerra. Las llantas en el flanco derecho,poco más allá los escuadrones de tractores, a la izquierda los dumpers y volquetes, en la retaguardia las segadoras y cosechadoras de intensos colores.
La imaginación empieza a funcionar.
Se me ocurre que soy el pocero malo, el Boris Yeltsin de la tierra de campos. Estoy pasando revista a la hasta ahora maquinaria inmobiliaria más temida en el mundo, que amenazaba con construir enormes ciudades dormitorios con campo de golf y lago a una hora y pico de Madrid, pero que se quedó a las puertas de la victoria.
Caminando entre las filas de chatarra, las cosechadoras y algunas máquinas que no imagino para que servirían me traen de mi memoria unos dibujos animados de Hanna-Barbera que iban de carreras de coches. Uno autos muy estrafalarios, las Wacky Races. El malo hablaba con acento frances, tenía una nariz enorme y bigotes dalinianos, siempre hacía trampas pero nunca ganaba e iba acompañando por un perro que se reía por lo bajini. Los buenos eran unos sosainas… La chica, rubia, guapa y muy femenina se llamaba Penélope Pitstop. Conducía un deportivo rosa muy ye-ye y usaba sombrilla. Sin hacer demasiado ganaba de vez en cuando. Me hacían mucha gracia los autos de los leñadores y los campesinos, la basura blanca. Incluso con seis años uno veía que con un troncomovil propulsado a estufa de leña no se podía competir con avión del barón rojo, con el ni con la buena estrella de la guapa Penélope.
Otras veces parece que aquí rodaron Mad-Max luchando en el día después del colapso de la civilización industrial contra ejércitos de buggies y moteros macarras.
Al alejarse, el desgüace se ve como un puzzle de parches de colores llamativos pero oxidados y encaja bien con los ocres del paisaje, con la arcilla roja del suelo. Quizás dentro de mucho tiempo esto quede enterrado se convierta en un yacimiento arqueológico de la era industrial del final del siglo XX.
miércoles, 31 de diciembre de 2008
CEMENTERIO DE MAQUINARIA
Publicado por canicaroja en 18:38
Etiquetas: El mundo es un globo en el que vivo yo